sábado, 29 de agosto de 2015

caracolas



Le puse Luna por su cara calmada y redonda.
                -Traigo una caracola que cuenta sueños-me dijo el último día  mientras me tendía el objeto. Yo le sonreí, como cada noche, y luego se marchó.
                Siempre aparecía de esa forma: atravesaba las tiendas del resto de refugiados, se acercaba hasta la mía atraída por el logo rojo y el olor a medicamento, y me contaba una historia. Era Luna quien contaba sueños, no la caracola; la que me hacía cerrar los ojos y que pareciese posible la vida más allá de los fusiles y balas que nos rodeaban. Y solo tenía ocho años.

                No la vi más después del último traslado, pero a veces aprieto la caracola contra mi oído y la escucho soñar.


*

Esta minihistoria tiene, en realidad, Historia. 
La escribí hace tiempo para un concurso de microrrelatos, y eso explica su cortísima extensión; el caso es que al final no la mandé porque nunca tengo la suficiente confianza para enviar lo que escribo a algún sitio serio. Pero, ahora más que nunca, a pesar de no tener una prosa fantástica, ni transmitir demasiado; creo que podemos tener más presente su sentido. Y a Luna. 
Esto va por las miles de Lunas que existen ahora mismo, que, realmente, llevan existiendo mucho más tiempo que los cinco minutos que le dedican en el telediario a la hora de comer. Por aquellos que ven sus vidas sometidas a la catástrofe, por aquellos que no pueden hacer otra cosa que abandonar su tierra, su infancia, su casa, huyendo de otros cegados por argumentos quebrados y armas de gatillo fácil. 
Pero no solo por quienes lo sufren, sino también por los que escuchan. Por los que oyen los sueños, con caracola o sin ella, y van al foco del desastre. Por los que se arremangan y ponen tiritas, cantan entre el polvo y empujan a la gente. Hacia delante, porque hay más; porque la vida tiene que seguir, y sigue.

martes, 18 de agosto de 2015

      A veces, queremos que alguien venga y nos lama las heridas a ver si así cicatrizan, y no nos damos cuenta, no, de que una tirita la pone cualquiera. 
        
       Lo difícil es sentarse, sacar aguja e hilo, y comenzar la sutura con el suficiente cuidado para que no escueza. Tener la paciencia para escuchar el grito ahogado, soportar la lágrima que intentas aguantar. Y a veces, a veces, de lo que no nos damos cuenta es que somos nosotros mismos los que tenemos que hacer eso. Ponerle un torniquete al pasado y amputar a los fantasmas. Detener la hemorragia del recuerdo. Aunque duela. Porque lo hace. Porque abrirte la piel siempre duele. Porque sacar la bala tras la batalla es difícil si te ha cruzado el pecho.
               
         Porque siempre quedan secuelas,

                
y no hay médicos que te libren de ellas.