jueves, 10 de septiembre de 2015

     Una vez, hace tiempo, alguien querido me contó que las estrellas no son astros. Me dijo muy bajito—para que nadie más lo oyera—que todo lo que decían los científicos era una gran mentira, que no eran bolas de fuego que explotan y chirrían. Este alguien me dijo, desde el jardín en una noche de junio, que cada estrella era la mayor duda de una persona y que por eso, todas las noches, van saliendo despacito, y solas; y que por eso, todas las noches, ya colgadas en la bóveda del cielo, siguen temblando.
    Hoy aún lo pienso cuando miro hacia arriba y las veo. Y como las dudas, se encuentran lejos pero no dejan de estar sobre cada cabeza, anidadas en su mente. Aparentemente fijas en el gran telón azul, cada una brilla con la esperanza de arrojar luz sobre sí misma, con la esperanza de convertirse en certeza. Y las que lo consiguen, las afortunadas que lo logran, no  pierden el tiempo y corren, y vuelan y atraviesan el cielo y cumplen. Algunas personas, lo ven desde el suelo, sin reconocer sus propias dudas transformadas; y deciden convertirlas en deseos, aferrándose en realidad a su certeza.


   Las pequeñas dudas trémulas flotan ahora en mi cabeza y sobre ella; y no puedo evitar pensar en qué poder hacer para solucionarlas. Pero amanece y llega el día antes de darme tiempo a conseguirlo, y las dudas y las estrellas se duermen mientras yo espero, como siempre, a la noche, donde me acompañan.