Una vez, hace tiempo, alguien querido me contó
que las estrellas no son astros. Me dijo muy bajito—para que nadie más lo
oyera—que todo lo que decían los científicos era una gran mentira, que no eran
bolas de fuego que explotan y chirrían. Este alguien me dijo, desde el jardín
en una noche de junio, que cada estrella era la mayor duda de una persona y que
por eso, todas las noches, van saliendo despacito, y solas; y que por eso, todas
las noches, ya colgadas en la bóveda del cielo, siguen temblando.
Hoy aún lo pienso cuando miro hacia arriba
y las veo. Y como las dudas, se encuentran lejos pero no dejan de estar sobre
cada cabeza, anidadas en su mente. Aparentemente fijas en el gran telón azul,
cada una brilla con la esperanza de arrojar luz sobre sí misma, con la
esperanza de convertirse en certeza. Y las que lo consiguen, las afortunadas
que lo logran, no pierden el tiempo y
corren, y vuelan y atraviesan el cielo y cumplen. Algunas personas, lo ven
desde el suelo, sin reconocer sus propias dudas transformadas; y deciden
convertirlas en deseos, aferrándose en realidad a su certeza.
Las pequeñas dudas trémulas flotan ahora en
mi cabeza y sobre ella; y no puedo evitar pensar en qué poder hacer para
solucionarlas. Pero amanece y llega el día antes de darme tiempo a
conseguirlo, y las dudas y las estrellas se duermen mientras yo espero, como siempre,
a la noche, donde me acompañan.